26 de noviembre de 2011

Los caminos del Señor están regurgitados.




An' I don't give a damn 'bout my bad reputation, never said I wanted to improve my station. An' I'm only doin' good when I'm havin' fun. An' I don't have to please no one.

Tuve un profesor de filosofía en el instituto que dijo: “Si tuviera que escoger entre el Cielo y el Infierno, escogería en Infierno. Pensadlo, toda la gente divertida acaba ahí”. Creo que hasta el momento de escuchar sus sabias palabras había sido una buena persona. O, al menos, todo lo bueno que puede llegar a ser alguien que se piensa la máxima expresión del egocentrismo.   

Pero, tras asimilar la sapiencia que encerraba su discurso, escogí el camino de la diversión. Lo que vulgarmente se conoce como mala vida. Me hice colega de las drogas legales, descubrí Malasaña y lo horrible a la par que reconfortante que resulta volver a casa con el maquillaje hasta el suelo y los zapatos en la mano —modo panda toxicómano ON— cuando el sol ya te pica en la nuca. 

He hecho cosas malas y cosas peores, lo sé. Por ejemplo: si hay algo que me gusta aún más que la Coca-Cola light y el chocolate es joder las ilusiones de la gente. No sé por qué, pero me siento verdaderamente realizada. Igual esto es por una tara de fábrica, igual es una compensación por la deficiente segregación de endorfinas en mi cerebro. O igual es el resultado de haber ido durante mis primeros años de vida a un colegio de monjas. Qué más da. El caso es que me mola. 

Por eso y por mucho más, el karma me paga con el mes de septiembre. Me tiro esos treinta días con cara de vinagre y cuerpo alechugado, despanzurrada en la cama mientras sopeso los pros y los contras de cometer un asesinato masivo —algo que nunca acabo llevando a cabo no por falta de ganas, sino por pereza—. Sin embargo, ¡eh!, ¡ya está! Acepto mi castigo moral con una sonrisilla de suficiencia y la certeza de que los once meses restantes serán épicos. 

Pues no sé si es porque el 2011 es una mierda de año o porque el karma se ha visto seducido por mi increíble sex-appeal —razón por la cual me acosa y me lanza pedradas al más puro estilo criajo infecto que liga con una niña haciéndole pupa—, pero la cuestión es que la mala suerte se está cebando conmigo. Si creyera en la reencarnación —cosa que no hago: creer en algo supone demasiada constancia para alguien como yo—, podría excusarme diciendo que la cagué mucho en mi vida anterior. Igual mi vello facial intenta hacerme entender el porqué  de que haya tantas similitudes entre Hitler y yo. Who knows

¿Que por qué me quejo? Por vicio, en primer lugar. Quejarme forma parte de mi naturaleza. En segundo lugar, porque en menos de tres meses mi coche ha estado en el taller cuatro veces. Dos por dejarme tirada en diversas cunetas —una de ellas al lado de un prostíbulo multicolor de mi bello pueblo, deberíais haber escuchado las indicaciones que le daba al Señor Grúa—, y otras dos por hostiajas. La primera culpa mía, que me comí accidentalmente a una señora en una rotonda. Yo no miré, ella se paró donde quiso para contemplar el paisaje y meditar sobre la vida, etecé, etecé

¿La última? Ayer. Había un plan magno en el horizonte y, como siempre que la perspectiva de la noche es buena, tenía que estropearse de alguna manera. Pero, por todos los Vatis del Cielo, podría haberse estropeado porque no nos dejaran entrar al Stardust, porque hiciera demasiado fresquito pito, porque… Algo típico. No porque un señor de trescientos noventa años decidiera colisionar contra mi puñetero vehículo a motor. 

Os sitúo: Universidad Complutense, facultad de Ciencias de la Información. Jotacé, Zaira y yo cantando y planeando esperpentos para la noche —después de una tarde surrealista que quedará entre nosotros por los siglos de los siglos amén—, a punto de aparcar. Entonces… ¡ZASCA! Matusalén sale de su plaza sin mirar, marcha atrás, y se come el lateral de mi coche. Eso de por sí solo ya le agita a uno el Chi. Así que yo, con mis chakras revueltos y belicosos, bajé de mi maltratado Citroën convirtiéndome por el camino al modo berserker. Grité, como poseída por una banshee, e hice aspavientos con los brazos que para cualquiera que hubiera pasado por el lugar y no conociera mi mala uva habrían resultado graciosos. 

Matusa lloriqueando que no me había visto, yo excretando insultos en sus ancestros, Jotacé regañándolo y Zaira zaireando. Un cuadro. Entonces llega el momento de ponerme en contacto con mi progenitor porque, oye, ¿qué más da? Yo no había tenido la culpa. Pero, ¡cáscaras y caracoles! ¡Resulta que sí que la he tenido! ¿Por qué? Por salir “por la noche con el coche”. Ah. La próxima vez cogeré uno de nuestros múltiples corceles para bajar a Madrid. O iré andando. WTF. 

Total, que después de que el abuelo de Tutankamon nos dijera que estaba en paro, que era farmacéutico y que “las niñas guapas y simpáticas como nosotras —Jotacé incluido, por lo visto— le quitábamos el puesto de trabajo”, mi santo vati me obligó a volver a Algete. 

Y heme ahí. En Algete, lugar de emociones insospechadas (no), sin vehículo, con una botella de un litro de vodka y un cabreo del quince. Y heme ahí un rato después, sin vehículo aún, con una botella de un litro de vodka acabada y un tajamiento del dieciséis. 

Tan solo queda decir que acabé en el Mexi con mis colegas —entrando al establecimiento por primera vez en mi vida— y con un añadido insospechado al que, según afirman los que no iban tan ciegos como yo, invité con premeditación y alevosía. ¿Media de edad en el lugar? Noventa milenios. ¿De belleza? Uruk hai. ¿Posibilidades de flirteo con alguien que no parezca un pie sin uñas? Cero. ¿Conclusión? Terminé ficheando a Zaira. Qué raro. 

Cerramos el lugar, porque somos así de malotes, y acabamos en la plaza del pueblo —con la iglesia como único testigo de nuestro patetismo, juzgándonos con sus ladrillos divinos por el mal camino que recorremos alegremente—, donde unos chavalines deciden importunarnos con su presencia. Cuando decido que saludar a todos los coches —y conductores— que circulan por las proximidades ya no es divertido, estimo necesario dar una vuelta. Regurgito mi dignidad al lado de la casa de Dios —sobre ella, más concretamente— y me echo un sueñecito en el suelo hasta que Zaira y Jotacé acuden en mi auxilio.   

 Me suben a casa, porque son amigos cuatroever de esos que merecen apuñalar con objetos punzantes el tronco de un árbol para que quede constancia del amor mutuo, y me tiro en la cama. La tristosidad de mi existencia culmina cuando esta mañana mi madre me despierta con agitación y voz de mutti disgustada: “¡Myriam! Ya está bien, ¿no?” Considero oportuno echarme un vistazo, para ver a qué se refiere, y me encuentro despanzurrada en la cama —al revés—, todavía vestida y con una bota puesta. 

“Por Dios, hija, ¿y esos moretones que tienes en el brazo?” 

Entonces sonrío y pienso: Eh, tampoco han estado tan mal los dos últimos meses. Me he disfrazado de vaca, he recuperado la inspiración gracias a la mujer con la que me desposaré en Las Vegas, ¡incluso me he afeitado! Y… ¡MIERDAHOSTIAPUTA! ¡ME HE DEJADO LA BOLSA DE HIELOS EN EL COCHE!

1 comentario:

  1. Me encanta como escribes. Estoy enamorada de tu fic(que sigo por ff) pero también de estas historias que nunca sabré hasta que punto son o no reales. Simplemente... escribes de una forma que me llega mucho, aunque suene típico. Me emociona, me... controlas mis emociones con un cúmulo de letras.UF.

    ResponderEliminar

Miénteme.