8 de noviembre de 2011

Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.




Yo no quería mojarme. De verdad que no quería, pero me lo habéis puesto muy difícil, mis adorados —y casi tan confusos como yo— seres humanos. 

Normalmente me encanta hablar de política únicamente para posicionarme en el lado contrario de mi interlocutor —sea el que sea— y tratar de forzarme a aprender algo nuevo. Dar la razón es aburrido y no sirve para absolutamente nada. Y de eso va la presentación del tema, precisamente, del significado que tiene para mí la palabra “debate”. Dos o más personas, cada una con sus respectivas ideas y fundamentos para sustentarlas, que acuden a hablar sobre ellas con la predisposición, siempre, de que el otro tenga más razón que él. Para que un debate se produzca, todas las partes han de contar con que no poseen la verdad absoluta, que pueden salir del plató, banco de la plaza, bar de mala muerte, ring, etecé., con un cambio en su perspectiva inicial. Porque, en serio, si no ¿de qué testículos sirve eso? Si yo vomito un monólogo insoldable que recoge unas opiniones que a mi contrario le resbalan —ya que se limita a esperar su tiempo para vomitar, que la educación es importante y hay que hacerlo en el momento estipulado para ello—, ¿quién aprende? Cada uno sale de ahí tal y como entró y, si cabe, cabreado porque el otro no le ha dado la razón las trescientas noventa millones de veces que ha repetido el mismo argumento. 

Para mí eso es más un monólogo salido del Club de la Comedia —con el aliciente de que en estos casos sí que tiene gracia— que un debate. Y eso es lo que vi ayer: a dos hombres que ya ni siquiera trataban de convencer a su oponente, sino a los telespectadores. Les prometían el Paraíso si se confiaba en ellos, el Infierno si se confiaba en el contrario. Dando a entender, por cierto, que no hay cabida para confiar en ningún otro. 

Claro que los otros en los que uno puede confiar son aún más graciosos. No se molestan en tratar de disfrazar su ineptitud con frases grandilocuentes —eh, que yo aún recuerdo aquello de: “La tierra no le pertenece a los hombres, sino… al viento”— y van por ahí con narices de payaso metafóricas, persiguiéndose los unos a los otros emulando a Benny Hill. Mein Gott, adoro el humor inglés. 

¿Y cuáles son nuestras alternativas? 

Están los que votan a unos porque otros lo han hecho mal, tal y como probablemente votaron a esos otros hace ocho años, porque esos unos lo hicieron mal. Y así hasta el fin de los tiempos. 

Están los que votan por firme convicción al mismo partido al que llevan toda su vida votando. Da igual lo que hagan, ya que es “su” partido. No termino de entenderlo, tus ideales no suelen —o deben— estar representados por nadie más que tú mismo. Depositar algo tan grande como eso en una tercera persona que ni siquiera conoces me parece ridículo. 

Están los que apuestan por los partidos minoritarios, en los que hay varias opciones: minoritarios a secas o minoritarios que te cagas. Personalmente me haría mucha gracia votar al Partido Antitaurino, pero sospecho que después de abolir las corridas de toros se quedarían faltos de ideas. Claro que, según he oído, hay que dejar de fomentar el bipartidismo, regalarles nuestro apoyo únicamente para que no lo tengan otros. Esto me desconcierta. Quiero decir: siempre he pensado que la idea era votar a alguien que te representara para que… te represente. ¿Se entiende la contradicción? Y no, mis estimados, esto no es sinónimo de apoyar a esos dos de arriba porque son los únicos, sino al motivo por el cual no se los quiere apoyar. 

Están los que no votan. O bien por pereza, o bien para reivindicar algo desde sus casas, o bien porque no se sienten representados por ninguno de los múltiples partidos que hay. Tengo una relación contradictoria con esta alternativa: la entiendo, pero siempre he creído muy hipócrita quejarse de algo en lo que no se ha participado. Veo el votar como un derecho y como una obligación, respeto que no se haga pero interpreto entonces que uno no tiene ni el derecho ni la obligación de quejarse después, ya que no ha hecho nada por evitarlo. 

Pero como yo sé debatir —o pretendo saber—, adelanto que no tengo ni la menor idea de política y que, por supuesto, puedo estar equivocada. 

He dicho al principio que no quería mojarme, y es verdad. No quiero hacerlo porque sé que no está en mi poder —ni quiero que lo esté— el argumento para convencer a nadie. No tengo ni el conocimiento necesario ni la falta de ética que ello requiere. La democracia —o a lo que nosotros llamamos de tal manera— debería estar ligada al libre albedrío. Tú haz lo que quieras, que yo haré lo que crea conveniente. Y, al final, el resultado será el que dicte la mayoría —o algo así—. 

Me repatea las entrañas que traten de comprar mi voto con argumentos regurgitados y esputados de malas maneras. Enséñame, pero no me ordenes o juzgues. O hazme una buena oferta, al menos: “Eh, tía, te cambio este bocadillo de tortilla por una papeleta para IU”

Hace mucho que nadie me enseña. Pensé que en cierta plaza madrileña podría aprender, pero odio con toda mi alma las grandes concentraciones de gente, y aún más cuando en vez de soltar ideas sueltan balidos. Y me jode, porque estoy segura que ahí, además de ganado y de personas verdaderamente cansadas de una situación insostenible, había grandes soluciones. No las encontré, tal vez por no buscar, tal vez porque estaban susurradas en voz demasiado baja. Recuerdo que me pregunté, eso sí, por qué no salía de ahí un partido político. Creo recordar, por lo poco que estudié de Estructura Constitucional el año pasado, que está en manos de casi todo el mundo crear uno. 

He oído balar que la solución es que se mueran todos los políticos. Ah. Tal y como he dicho, creo que esta democracia es bastante poco democrática y, además, que el capitalismo es de todo lo malo conocido, lo menos malo —lo cual es triste—. Vale, me parece bien. Entonces ¿qué? Nadie vota. ¿Y qué hacemos luego? Abajo la monarquía. Sí, sí, ¿y qué pasa con los presidentes de una supuesta República? ¿Accedemos a pagarles un sueldo vitalicio? Golpe de Estado. Pues déjate bigote. 

No sé nada sobre casi nada —estudio Periodismo, qué queréis—, pero sí sé que hubo un tiempo en el que en cierta región se abolió el dinero. Sí, como oís. Y no dio resultado. No lo dio no solo porque el que lo hizo no debía tener las cosas muy claras, sino por la sociedad. Probablemente Orwell tuviera razón: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”

Y aquí es donde creo que reside el problema de todo esto: nosotros. Podemos ser más o menos utópicos, de derechas o de izquierdas, de encima o de debajo, podemos cambiarle el color a una bandera, salir a la calle a chillar o quejarnos porque las cosas no salen como queremos. La gente se indigna porque no está cómoda y estoy convencida de que la mayor parte de esa incomodidad no tiene que ver con los principios, sino con un sofá caro en el que sentarse a ver la televisión. Nos roban el sofá y exigimos en bandeja de plata la cabeza del ladrón, pero si nos lo devuelve, si volvemos a tener la posibilidad de comprarnos un coche, una segunda casa, un perro bonito y unas cortinas de encaje que nos obliguen a cambiar la pintura del salón… No importa. Igual nos enfurruñamos un poco, porque nos gusta enfurruñarnos. Igual nos quedan principios por los que luchar entre la sonrisilla plácida que precede a la siesta. 

El problema de los políticos ya no es solo que no nos representen, es que son como nosotros. Quieren más, de manera fanática y egoísta. Quieren poder demostrar a otros que poseen cosas que esos otros no poseen, subirse en una escalera construida con esas posesiones para mirar por encima del hombro al resto. 

No pretendo dar lecciones morales, nada más lejos. Me gustaría poder decir sin mentiros que me conformo con vivir en tres metros cuadrados, que adoro ir andando a todas partes para no contaminar, que no me seduce la publicidad y que jamás me ha apetecido despilfarrar billetitos multicolor. 

Pero no creo en ello. Soy un ser humano del montón que no se avergüenza de lo que es. Como tal, me aferro a una de las últimas cosas que aprendí: “Dios ha muerto. Parece que lo mataron los hombres”.  

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