30 de octubre de 2011

Monstruos bajo la cama.


Recuerda que fui tan bueno como los demás, y mejor que la mayoría.

Eso dijo Ethan Hawke a quince minutos de que “Gattaca” terminara. Eso hizo que considerara a esa película una obra maestra. Trece palabras. Diez segundos. Una mirada de resignación. 

Siempre he querido, a veces creído, ser merecedora del significado que encierra. Porque así se supone que debo ser soy yo, una algarabía de prepotencia, egocentrismo y sonrisas de medio lado esbozadas con los dientes apretados. Nunca con la boca abierta, no vaya el mundo a darse cuenta de que lo que prometían ser pensamientos de Dostoievsky —o como os apetezca transcribir ese horrible nombre— aderezados con la ironía de Oscar Wilde son, en realidad, ridículas líneas regurgitadas por Dan Brown. 

Todos tenemos una máscara. La decoramos como mejor sabemos y nos la ponemos sobre nuestra verdad cada vez que salimos a la calle. Y, cuando volvemos a casa y nadie puede vernos, cuando no tememos que dedos torcidos de uñas manchadas de mediocridad y miedo nos señalen y juzguen,  nos la quitamos. Es entonces cuando nos miramos al espejo y vemos la cruz de la moneda, la suela manchada de barro y mierda de un zapato carísimo que prometía distinción.  

Podemos acariciar el cristal y susurrarle, con el vaho como único testigo, que eso somos nosotros. 

Echo de menos a mi reflejo. Me deshice de él hace años, pensando que eran un montón de piezas inconexas que no me servían de nada. Las metí todas en una caja vieja y ajada, de esas que se guardan después debajo de la cama para acumular polvo, en la esquina dedicada al olvido y a la vergüenza. Me libré de todo lo que no me gustaba y, con los años, me quedé vacía. Fue entonces cuando cogí una hoja del primer cuaderno que encontré y empecé a escribirme a mí misma. Cuando terminé, observé mi obra: un montón de trocitos desiguales garabateados con mi letra ilegible.  Eran fragmentos de canciones, escenas de películas, frases de libros. Era la Marina de Zafón, que se llevó consigo todas las respuestas; era la sensación de no poder estar perdido cuando no se tiene adónde ir, cantado por James Hetfield; era la idea de no estar loco, sino de ir un paso por delante. Era Joan Jett, a la que no le importa su mala reputación. 

Era mentira. Pero era bonito. 

Pero, como ya he dicho, mi letra es ilegible. Casi tanto como la de Rajoy. Y ha llegado un punto en el que ya no entiendo lo que escribí en su día. Así que, tras volver al lugar en el que solo es mi dedo el que me señala y me juzga, he decidido intentarlo de nuevo. Me apoyo, como siempre, en lo que otro ha dicho: Life isn't about finding yourself. Life is about creating yourself, según George Bernard Shaw.

Mientras esbozo mi nuevo disfraz escucho “Put your lights on”, de Everlast, y me entra la risa. 

“Because there’s a monster living under my bed,
whispering in my ear.
There’s an angel with a hand on my head,
she says I’ve got nothing to fear”.

En realidad no hay ningún ángel que me haga carantoñas mientras me adultera el futuro. Pero sí que hay un monstruo bajo mi cama, rogándome que lo deje salir de esa caja llena de polvo en la que decidí meterlo. 


13 de octubre de 2011

Botella.

Tienes una botella en la mano. Acaricias con mimo la superficie del vidrio verde, tratando de captar el tacto del líquido que hay tras él. Sin siquiera mirar el nombre que reza la etiqueta, sabes que está llena de malas intenciones, de convenciones morales pisoteadas al ritmo de una música que chirría en alguna esquina de la habitación.


Y al destaparla, lo hueles. Hueles el sudor cálido que poco después te pegará el pelo a la nuca, el frío que te recorrerá la columna al despertarte a la mañana siguiente y recordar. Inhalas, y captas diversión. El momento de asueto que tiene un preso cuando le conceden sus diez minutos de paseo en el patio. Cinco metros cuadrados de libertad dentro de una cárcel con valla electrificada.


Acercas el ojo a la boca de la botella y los vapores del líquido amarillento te queman las retinas. Escuece, casi tanto como la necesidad de que comience a desfilar por tu garganta. Entonces, cuando tragas entre una media sonrisa que vaticina tragedias, te bebes también el miedo, la ansiedad, los porqués y las preguntas que los ocasionan.


No te gusta el sabor, pero aún así lo disfrutas. El ardor que te contrae el estómago, que fermenta en él la realidad durante esas pocas horas que tú consideras paradigma del libre albedrío. Comienzan las risas, carcajadas con la voz seca y las comisuras de los labios apuntando al techo, formadas por líneas invisibles de esa necesidad que te has bebido. Son ecos de sinsentidos, de terrores transformados en ironías.


El hormigueo va cuesta abajo desde tu estómago hasta tu entrepierna cuando te enamoras a la tercera copa de un desconocido. El pulso te dice que es perfecto, y la imaginación, que flota en un líquido amargo, le construye una personalidad que finges que te importa. Sabes, aunque no lo reconozcas, que esa vida que sueñas con él terminará y empezará en una cama con las sábanas sucias, manchadas a los quince minutos por la decepción que flotará en un aire aspirado a trompicones.


Sabes que después te incorporarás en un colchón ajeno a tus anhelos y te pondrás la ropa a toda prisa, tropezando con la dignidad y con el arrepentimiento. Que te desayunarás el llanto antes de volver a casa y tumbarte en tu propia cama, que ésta oscilará como si navegara sobre el patetismo y el vacío que te envuelven.


Pero, a pesar de todo, volverás a hacerlo. Reclamarás tu falsa libertad, con un grillete que va desde tu muñeca hasta esa botella que volverás a sostener en la mano, acariciando con dedos laxos su superficie. Como si quisieras captar el tacto del líquido que hay tras ella.