Who made up all the rules? We follow them like
fools, believe them to be true, don’t care to think them through.
Odio la Navidad.
Odio muchas cosas, en realidad —y
casi la totalidad de aquello que no odio me es indiferente—. El chocolate
blanco, el cine español, la transpiración corporal, los seres humanos demasiado
mayores o demasiado pequeños… Y, sí, probablemente a ti también.
Pero os aseguro, con la nariz
apuntando al techo y el puño alzado, que estas fechas encabezan mi lista de todo
aquello que debería ser erradicado de la faz de la Tierra.
Si esas pequeñas cosas de mi
especie que huelen mal y juegan como si la vida fuera bonita ya me dan asco el
resto del año, durante estas vacaciones me producen una sensación casi tan
placentera como la extirpación a bocados de los ovarios. Alguien que espero que
ya esté muerto decidió que debían tener vacaciones hasta enero, motivo por el
cual es mucho más fácil verlos alejados de sus prisiones —véase: colegios—,
correteando por doquier y haciéndonos a los demás partícipes de su felicidad
mediante chillidos y risas histéricas. Por si eso no fuera lo suficientemente
malo, sus santos progenitores tienen la desfachatez de permitirlos ejercer la
mendicidad. Estás tú tranquilamente en tu casa, frente al ordenador, sopesando
seriamente a qué página porno piensas dedicarle los próximos minutos, cuando…
¡DING, DONG! Con el mismo humor que un excreguto de cola explosiva te levantas
y acudes a ver quién es el subnormal que osa interrumpir tu sagrado momento de
amor propio, abres la puerta y… ¡niños! ¡Multitud de ellos! Todos sonriendo con
sus bocas diminutas llenas de dientes que desean perder para canjearlos con un
roedor por dinero. Entonces, los muy ilusos, se ponen a emitir sonidos que se
asemejan a un montón de gatitos agonizando al ser atropellados, con la ridícula
intención de exigirte un pago por esa algarabía de sonidos del inframundo.
Ya puedes decirles que Papá Noel
no existe —son los emos—, que eres ateo, que su futuro será una mierda, que los
parados en potencia siguen con sus manitas enguantadas y pedigüeñas tendidas
hacia tu cara de repulsa.
—Mis estimados abortos fallidos,
a vuestra puta casa.
—Pero mira cómo bebeeeen los
peces en el ríiiiiiiio…
—¡¿Alguna vez habéis visto a un
jodido pez bebiendo agua?!
Y nada. Al final te ves en la
obligación de ir a la cocina, abrir el cajón de los cubiertos, coger el mismo
número de objetos punzantes que niños haya, y arrojárselos a la cabeza para
espantarlos. Aconsejo rociarlos antes con insecticida, eso los suele paralizar
momentáneamente y puedes aprovechar para apuñalarlos cuando se revuelcan por el
suelo.
“Pero Myriam, no seas así, ¿qué
hay de lo bonito que se pone todo? ¿Las lucecitas y los árboles de Navidad?”
Con respecto a lo primero: Edison
debe estar eyaculando autosatisfacción desde su tumba. Saber que por su invento
un centenar de personas se agolpan —y se dejan robar— para ver bombillas debe
mearle de la risa. Queridos, son putas luces. Luces de colorines. Si tanto os
motivan, las tenéis de lo más vistosas —y durante los once meses restantes— en
vuestro prostíbulo más cercano. Por ejemplo: mi casa antes molaba. Ahora, sin
embargo, está llena de espumillón y parpadea atentando de manera muy
desconsiderada contra cualquier epiléptico que se acerque a cien metros a la redonda.
Ayer me vi en la obligación de servirme un cubata y bailar como si sufriera de
un severo parkinson al ritmo de su tintineante luminosidad.
¿Árboles? O son cachos de
plástico con adornos horteras colgados, o son cadáveres con adornos horteras
colgados. O, claro, pueden ser esa cosa picássica que hay en Sol que parece
haber sido diseñada por Ágata Ruiz de la Prada —entre líneas se puede leer el
atentado al buen gusto que eso supone—.
Nos quedan las fechas
representativas: 24, 31 y 6.
El día veinticuatro de diciembre
no tengo ni idea de dónde sale. Quiero decir, además de ser una metáfora del
consumismo americano representada por un viejo con obesidad mórbida, ¿qué
significa? ¿Por qué se regala? ¿Qué demonios se celebra? No me malinterpretéis,
yo soy feliz cuando tengo nuevos bienes, pero no trato de disfrazar de rojo y
blanco mi egoísmo natural.
El día treinta y uno sabes que va
a ser una mierda. Lo sabes antes de gastarte el pastizal que te gastarás en una
entrada que te dé acceso a una fiesta cutre, con música de mierda, llena hasta
la bandera, con el sudor de la multitud atascándote las fosas nasales y el
alcohol de garrafón asesinándote el hígado. Pero aún así sales. Porque sí.
Porque es el último día del año y hay que celebrar que por fin se acaba y beber
hasta que se te olvide que el siguiente será igual o peor.
El día seis de enero es el que
más o menos comprendo. Más menos que más, claro. Se celebra que nació un niño
en un pesebre, rodeado de cerdos, vacas y ovejas —y que no murió por la
evidente falta de higiene que eso pudiera conllevar—, y que tres tipos le
hicieron regalos. Como conmemoración para todos aquellos que crean que
Jesusitodemivida existió está bien. Ahora, ¿no debería regalarse lo mismo que
los predecesores de Harry Potter le regalaron? En plan homenaje. Toma, niño,
oro, incienso y mirra. Disfruta.
Podría seguir así páginas y
páginas, pero lo cierto es que ya me he cansado y Zaira está a punto de
llamarme para que pueda seguir despotricando con ella en persona.
Ah, que se me olvida. ¡Feliz
Naviplasta a todos!