12 de diciembre de 2011

Cuando la gente está de acuerdo conmigo siempre siento que debo de estar equivocada.





Who made up all the rules? We follow them like fools, believe them to be true, don’t care to think them through.

Odio la Navidad.

Odio muchas cosas, en realidad —y casi la totalidad de aquello que no odio me es indiferente—. El chocolate blanco, el cine español, la transpiración corporal, los seres humanos demasiado mayores o demasiado pequeños… Y, sí, probablemente a ti también.

Pero os aseguro, con la nariz apuntando al techo y el puño alzado, que estas fechas encabezan mi lista de todo aquello que debería ser erradicado de la faz de la Tierra.  

Si esas pequeñas cosas de mi especie que huelen mal y juegan como si la vida fuera bonita ya me dan asco el resto del año, durante estas vacaciones me producen una sensación casi tan placentera como la extirpación a bocados de los ovarios. Alguien que espero que ya esté muerto decidió que debían tener vacaciones hasta enero, motivo por el cual es mucho más fácil verlos alejados de sus prisiones —véase: colegios—, correteando por doquier y haciéndonos a los demás partícipes de su felicidad mediante chillidos y risas histéricas. Por si eso no fuera lo suficientemente malo, sus santos progenitores tienen la desfachatez de permitirlos ejercer la mendicidad. Estás tú tranquilamente en tu casa, frente al ordenador, sopesando seriamente a qué página porno piensas dedicarle los próximos minutos, cuando… ¡DING, DONG! Con el mismo humor que un excreguto de cola explosiva te levantas y acudes a ver quién es el subnormal que osa interrumpir tu sagrado momento de amor propio, abres la puerta y… ¡niños! ¡Multitud de ellos! Todos sonriendo con sus bocas diminutas llenas de dientes que desean perder para canjearlos con un roedor por dinero. Entonces, los muy ilusos, se ponen a emitir sonidos que se asemejan a un montón de gatitos agonizando al ser atropellados, con la ridícula intención de exigirte un pago por esa algarabía de sonidos del inframundo.

Ya puedes decirles que Papá Noel no existe —son los emos—, que eres ateo, que su futuro será una mierda, que los parados en potencia siguen con sus manitas enguantadas y pedigüeñas tendidas hacia tu cara de repulsa.

—Mis estimados abortos fallidos, a vuestra puta casa.

—Pero mira cómo bebeeeen los peces en el ríiiiiiiio…

—¡¿Alguna vez habéis visto a un jodido pez bebiendo agua?!

Y nada. Al final te ves en la obligación de ir a la cocina, abrir el cajón de los cubiertos, coger el mismo número de objetos punzantes que niños haya, y arrojárselos a la cabeza para espantarlos. Aconsejo rociarlos antes con insecticida, eso los suele paralizar momentáneamente y puedes aprovechar para apuñalarlos cuando se revuelcan por el suelo.

“Pero Myriam, no seas así, ¿qué hay de lo bonito que se pone todo? ¿Las lucecitas y los árboles de Navidad?”

Con respecto a lo primero: Edison debe estar eyaculando autosatisfacción desde su tumba. Saber que por su invento un centenar de personas se agolpan —y se dejan robar— para ver bombillas debe mearle de la risa. Queridos, son putas luces. Luces de colorines. Si tanto os motivan, las tenéis de lo más vistosas —y durante los once meses restantes— en vuestro prostíbulo más cercano. Por ejemplo: mi casa antes molaba. Ahora, sin embargo, está llena de espumillón y parpadea atentando de manera muy desconsiderada contra cualquier epiléptico que se acerque a cien metros a la redonda. Ayer me vi en la obligación de servirme un cubata y bailar como si sufriera de un severo parkinson al ritmo de su tintineante luminosidad.

¿Árboles? O son cachos de plástico con adornos horteras colgados, o son cadáveres con adornos horteras colgados. O, claro, pueden ser esa cosa picássica que hay en Sol que parece haber sido diseñada por Ágata Ruiz de la Prada —entre líneas se puede leer el atentado al buen gusto que eso supone—.

Nos quedan las fechas representativas: 24, 31 y 6.

El día veinticuatro de diciembre no tengo ni idea de dónde sale. Quiero decir, además de ser una metáfora del consumismo americano representada por un viejo con obesidad mórbida, ¿qué significa? ¿Por qué se regala? ¿Qué demonios se celebra? No me malinterpretéis, yo soy feliz cuando tengo nuevos bienes, pero no trato de disfrazar de rojo y blanco mi egoísmo natural.

El día treinta y uno sabes que va a ser una mierda. Lo sabes antes de gastarte el pastizal que te gastarás en una entrada que te dé acceso a una fiesta cutre, con música de mierda, llena hasta la bandera, con el sudor de la multitud atascándote las fosas nasales y el alcohol de garrafón asesinándote el hígado. Pero aún así sales. Porque sí. Porque es el último día del año y hay que celebrar que por fin se acaba y beber hasta que se te olvide que el siguiente será igual o peor.

El día seis de enero es el que más o menos comprendo. Más menos que más, claro. Se celebra que nació un niño en un pesebre, rodeado de cerdos, vacas y ovejas —y que no murió por la evidente falta de higiene que eso pudiera conllevar—, y que tres tipos le hicieron regalos. Como conmemoración para todos aquellos que crean que Jesusitodemivida existió está bien. Ahora, ¿no debería regalarse lo mismo que los predecesores de Harry Potter le regalaron? En plan homenaje. Toma, niño, oro, incienso y mirra. Disfruta.

Podría seguir así páginas y páginas, pero lo cierto es que ya me he cansado y Zaira está a punto de llamarme para que pueda seguir despotricando con ella en persona.

Ah, que se me olvida. ¡Feliz Naviplasta a todos! 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Miénteme.