12 de diciembre de 2011

Cuando la gente está de acuerdo conmigo siempre siento que debo de estar equivocada.





Who made up all the rules? We follow them like fools, believe them to be true, don’t care to think them through.

Odio la Navidad.

Odio muchas cosas, en realidad —y casi la totalidad de aquello que no odio me es indiferente—. El chocolate blanco, el cine español, la transpiración corporal, los seres humanos demasiado mayores o demasiado pequeños… Y, sí, probablemente a ti también.

Pero os aseguro, con la nariz apuntando al techo y el puño alzado, que estas fechas encabezan mi lista de todo aquello que debería ser erradicado de la faz de la Tierra.  

Si esas pequeñas cosas de mi especie que huelen mal y juegan como si la vida fuera bonita ya me dan asco el resto del año, durante estas vacaciones me producen una sensación casi tan placentera como la extirpación a bocados de los ovarios. Alguien que espero que ya esté muerto decidió que debían tener vacaciones hasta enero, motivo por el cual es mucho más fácil verlos alejados de sus prisiones —véase: colegios—, correteando por doquier y haciéndonos a los demás partícipes de su felicidad mediante chillidos y risas histéricas. Por si eso no fuera lo suficientemente malo, sus santos progenitores tienen la desfachatez de permitirlos ejercer la mendicidad. Estás tú tranquilamente en tu casa, frente al ordenador, sopesando seriamente a qué página porno piensas dedicarle los próximos minutos, cuando… ¡DING, DONG! Con el mismo humor que un excreguto de cola explosiva te levantas y acudes a ver quién es el subnormal que osa interrumpir tu sagrado momento de amor propio, abres la puerta y… ¡niños! ¡Multitud de ellos! Todos sonriendo con sus bocas diminutas llenas de dientes que desean perder para canjearlos con un roedor por dinero. Entonces, los muy ilusos, se ponen a emitir sonidos que se asemejan a un montón de gatitos agonizando al ser atropellados, con la ridícula intención de exigirte un pago por esa algarabía de sonidos del inframundo.

Ya puedes decirles que Papá Noel no existe —son los emos—, que eres ateo, que su futuro será una mierda, que los parados en potencia siguen con sus manitas enguantadas y pedigüeñas tendidas hacia tu cara de repulsa.

—Mis estimados abortos fallidos, a vuestra puta casa.

—Pero mira cómo bebeeeen los peces en el ríiiiiiiio…

—¡¿Alguna vez habéis visto a un jodido pez bebiendo agua?!

Y nada. Al final te ves en la obligación de ir a la cocina, abrir el cajón de los cubiertos, coger el mismo número de objetos punzantes que niños haya, y arrojárselos a la cabeza para espantarlos. Aconsejo rociarlos antes con insecticida, eso los suele paralizar momentáneamente y puedes aprovechar para apuñalarlos cuando se revuelcan por el suelo.

“Pero Myriam, no seas así, ¿qué hay de lo bonito que se pone todo? ¿Las lucecitas y los árboles de Navidad?”

Con respecto a lo primero: Edison debe estar eyaculando autosatisfacción desde su tumba. Saber que por su invento un centenar de personas se agolpan —y se dejan robar— para ver bombillas debe mearle de la risa. Queridos, son putas luces. Luces de colorines. Si tanto os motivan, las tenéis de lo más vistosas —y durante los once meses restantes— en vuestro prostíbulo más cercano. Por ejemplo: mi casa antes molaba. Ahora, sin embargo, está llena de espumillón y parpadea atentando de manera muy desconsiderada contra cualquier epiléptico que se acerque a cien metros a la redonda. Ayer me vi en la obligación de servirme un cubata y bailar como si sufriera de un severo parkinson al ritmo de su tintineante luminosidad.

¿Árboles? O son cachos de plástico con adornos horteras colgados, o son cadáveres con adornos horteras colgados. O, claro, pueden ser esa cosa picássica que hay en Sol que parece haber sido diseñada por Ágata Ruiz de la Prada —entre líneas se puede leer el atentado al buen gusto que eso supone—.

Nos quedan las fechas representativas: 24, 31 y 6.

El día veinticuatro de diciembre no tengo ni idea de dónde sale. Quiero decir, además de ser una metáfora del consumismo americano representada por un viejo con obesidad mórbida, ¿qué significa? ¿Por qué se regala? ¿Qué demonios se celebra? No me malinterpretéis, yo soy feliz cuando tengo nuevos bienes, pero no trato de disfrazar de rojo y blanco mi egoísmo natural.

El día treinta y uno sabes que va a ser una mierda. Lo sabes antes de gastarte el pastizal que te gastarás en una entrada que te dé acceso a una fiesta cutre, con música de mierda, llena hasta la bandera, con el sudor de la multitud atascándote las fosas nasales y el alcohol de garrafón asesinándote el hígado. Pero aún así sales. Porque sí. Porque es el último día del año y hay que celebrar que por fin se acaba y beber hasta que se te olvide que el siguiente será igual o peor.

El día seis de enero es el que más o menos comprendo. Más menos que más, claro. Se celebra que nació un niño en un pesebre, rodeado de cerdos, vacas y ovejas —y que no murió por la evidente falta de higiene que eso pudiera conllevar—, y que tres tipos le hicieron regalos. Como conmemoración para todos aquellos que crean que Jesusitodemivida existió está bien. Ahora, ¿no debería regalarse lo mismo que los predecesores de Harry Potter le regalaron? En plan homenaje. Toma, niño, oro, incienso y mirra. Disfruta.

Podría seguir así páginas y páginas, pero lo cierto es que ya me he cansado y Zaira está a punto de llamarme para que pueda seguir despotricando con ella en persona.

Ah, que se me olvida. ¡Feliz Naviplasta a todos! 

26 de noviembre de 2011

Los caminos del Señor están regurgitados.




An' I don't give a damn 'bout my bad reputation, never said I wanted to improve my station. An' I'm only doin' good when I'm havin' fun. An' I don't have to please no one.

Tuve un profesor de filosofía en el instituto que dijo: “Si tuviera que escoger entre el Cielo y el Infierno, escogería en Infierno. Pensadlo, toda la gente divertida acaba ahí”. Creo que hasta el momento de escuchar sus sabias palabras había sido una buena persona. O, al menos, todo lo bueno que puede llegar a ser alguien que se piensa la máxima expresión del egocentrismo.   

Pero, tras asimilar la sapiencia que encerraba su discurso, escogí el camino de la diversión. Lo que vulgarmente se conoce como mala vida. Me hice colega de las drogas legales, descubrí Malasaña y lo horrible a la par que reconfortante que resulta volver a casa con el maquillaje hasta el suelo y los zapatos en la mano —modo panda toxicómano ON— cuando el sol ya te pica en la nuca. 

He hecho cosas malas y cosas peores, lo sé. Por ejemplo: si hay algo que me gusta aún más que la Coca-Cola light y el chocolate es joder las ilusiones de la gente. No sé por qué, pero me siento verdaderamente realizada. Igual esto es por una tara de fábrica, igual es una compensación por la deficiente segregación de endorfinas en mi cerebro. O igual es el resultado de haber ido durante mis primeros años de vida a un colegio de monjas. Qué más da. El caso es que me mola. 

Por eso y por mucho más, el karma me paga con el mes de septiembre. Me tiro esos treinta días con cara de vinagre y cuerpo alechugado, despanzurrada en la cama mientras sopeso los pros y los contras de cometer un asesinato masivo —algo que nunca acabo llevando a cabo no por falta de ganas, sino por pereza—. Sin embargo, ¡eh!, ¡ya está! Acepto mi castigo moral con una sonrisilla de suficiencia y la certeza de que los once meses restantes serán épicos. 

Pues no sé si es porque el 2011 es una mierda de año o porque el karma se ha visto seducido por mi increíble sex-appeal —razón por la cual me acosa y me lanza pedradas al más puro estilo criajo infecto que liga con una niña haciéndole pupa—, pero la cuestión es que la mala suerte se está cebando conmigo. Si creyera en la reencarnación —cosa que no hago: creer en algo supone demasiada constancia para alguien como yo—, podría excusarme diciendo que la cagué mucho en mi vida anterior. Igual mi vello facial intenta hacerme entender el porqué  de que haya tantas similitudes entre Hitler y yo. Who knows

¿Que por qué me quejo? Por vicio, en primer lugar. Quejarme forma parte de mi naturaleza. En segundo lugar, porque en menos de tres meses mi coche ha estado en el taller cuatro veces. Dos por dejarme tirada en diversas cunetas —una de ellas al lado de un prostíbulo multicolor de mi bello pueblo, deberíais haber escuchado las indicaciones que le daba al Señor Grúa—, y otras dos por hostiajas. La primera culpa mía, que me comí accidentalmente a una señora en una rotonda. Yo no miré, ella se paró donde quiso para contemplar el paisaje y meditar sobre la vida, etecé, etecé

¿La última? Ayer. Había un plan magno en el horizonte y, como siempre que la perspectiva de la noche es buena, tenía que estropearse de alguna manera. Pero, por todos los Vatis del Cielo, podría haberse estropeado porque no nos dejaran entrar al Stardust, porque hiciera demasiado fresquito pito, porque… Algo típico. No porque un señor de trescientos noventa años decidiera colisionar contra mi puñetero vehículo a motor. 

Os sitúo: Universidad Complutense, facultad de Ciencias de la Información. Jotacé, Zaira y yo cantando y planeando esperpentos para la noche —después de una tarde surrealista que quedará entre nosotros por los siglos de los siglos amén—, a punto de aparcar. Entonces… ¡ZASCA! Matusalén sale de su plaza sin mirar, marcha atrás, y se come el lateral de mi coche. Eso de por sí solo ya le agita a uno el Chi. Así que yo, con mis chakras revueltos y belicosos, bajé de mi maltratado Citroën convirtiéndome por el camino al modo berserker. Grité, como poseída por una banshee, e hice aspavientos con los brazos que para cualquiera que hubiera pasado por el lugar y no conociera mi mala uva habrían resultado graciosos. 

Matusa lloriqueando que no me había visto, yo excretando insultos en sus ancestros, Jotacé regañándolo y Zaira zaireando. Un cuadro. Entonces llega el momento de ponerme en contacto con mi progenitor porque, oye, ¿qué más da? Yo no había tenido la culpa. Pero, ¡cáscaras y caracoles! ¡Resulta que sí que la he tenido! ¿Por qué? Por salir “por la noche con el coche”. Ah. La próxima vez cogeré uno de nuestros múltiples corceles para bajar a Madrid. O iré andando. WTF. 

Total, que después de que el abuelo de Tutankamon nos dijera que estaba en paro, que era farmacéutico y que “las niñas guapas y simpáticas como nosotras —Jotacé incluido, por lo visto— le quitábamos el puesto de trabajo”, mi santo vati me obligó a volver a Algete. 

Y heme ahí. En Algete, lugar de emociones insospechadas (no), sin vehículo, con una botella de un litro de vodka y un cabreo del quince. Y heme ahí un rato después, sin vehículo aún, con una botella de un litro de vodka acabada y un tajamiento del dieciséis. 

Tan solo queda decir que acabé en el Mexi con mis colegas —entrando al establecimiento por primera vez en mi vida— y con un añadido insospechado al que, según afirman los que no iban tan ciegos como yo, invité con premeditación y alevosía. ¿Media de edad en el lugar? Noventa milenios. ¿De belleza? Uruk hai. ¿Posibilidades de flirteo con alguien que no parezca un pie sin uñas? Cero. ¿Conclusión? Terminé ficheando a Zaira. Qué raro. 

Cerramos el lugar, porque somos así de malotes, y acabamos en la plaza del pueblo —con la iglesia como único testigo de nuestro patetismo, juzgándonos con sus ladrillos divinos por el mal camino que recorremos alegremente—, donde unos chavalines deciden importunarnos con su presencia. Cuando decido que saludar a todos los coches —y conductores— que circulan por las proximidades ya no es divertido, estimo necesario dar una vuelta. Regurgito mi dignidad al lado de la casa de Dios —sobre ella, más concretamente— y me echo un sueñecito en el suelo hasta que Zaira y Jotacé acuden en mi auxilio.   

 Me suben a casa, porque son amigos cuatroever de esos que merecen apuñalar con objetos punzantes el tronco de un árbol para que quede constancia del amor mutuo, y me tiro en la cama. La tristosidad de mi existencia culmina cuando esta mañana mi madre me despierta con agitación y voz de mutti disgustada: “¡Myriam! Ya está bien, ¿no?” Considero oportuno echarme un vistazo, para ver a qué se refiere, y me encuentro despanzurrada en la cama —al revés—, todavía vestida y con una bota puesta. 

“Por Dios, hija, ¿y esos moretones que tienes en el brazo?” 

Entonces sonrío y pienso: Eh, tampoco han estado tan mal los dos últimos meses. Me he disfrazado de vaca, he recuperado la inspiración gracias a la mujer con la que me desposaré en Las Vegas, ¡incluso me he afeitado! Y… ¡MIERDAHOSTIAPUTA! ¡ME HE DEJADO LA BOLSA DE HIELOS EN EL COCHE!

8 de noviembre de 2011

Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.




Yo no quería mojarme. De verdad que no quería, pero me lo habéis puesto muy difícil, mis adorados —y casi tan confusos como yo— seres humanos. 

Normalmente me encanta hablar de política únicamente para posicionarme en el lado contrario de mi interlocutor —sea el que sea— y tratar de forzarme a aprender algo nuevo. Dar la razón es aburrido y no sirve para absolutamente nada. Y de eso va la presentación del tema, precisamente, del significado que tiene para mí la palabra “debate”. Dos o más personas, cada una con sus respectivas ideas y fundamentos para sustentarlas, que acuden a hablar sobre ellas con la predisposición, siempre, de que el otro tenga más razón que él. Para que un debate se produzca, todas las partes han de contar con que no poseen la verdad absoluta, que pueden salir del plató, banco de la plaza, bar de mala muerte, ring, etecé., con un cambio en su perspectiva inicial. Porque, en serio, si no ¿de qué testículos sirve eso? Si yo vomito un monólogo insoldable que recoge unas opiniones que a mi contrario le resbalan —ya que se limita a esperar su tiempo para vomitar, que la educación es importante y hay que hacerlo en el momento estipulado para ello—, ¿quién aprende? Cada uno sale de ahí tal y como entró y, si cabe, cabreado porque el otro no le ha dado la razón las trescientas noventa millones de veces que ha repetido el mismo argumento. 

Para mí eso es más un monólogo salido del Club de la Comedia —con el aliciente de que en estos casos sí que tiene gracia— que un debate. Y eso es lo que vi ayer: a dos hombres que ya ni siquiera trataban de convencer a su oponente, sino a los telespectadores. Les prometían el Paraíso si se confiaba en ellos, el Infierno si se confiaba en el contrario. Dando a entender, por cierto, que no hay cabida para confiar en ningún otro. 

Claro que los otros en los que uno puede confiar son aún más graciosos. No se molestan en tratar de disfrazar su ineptitud con frases grandilocuentes —eh, que yo aún recuerdo aquello de: “La tierra no le pertenece a los hombres, sino… al viento”— y van por ahí con narices de payaso metafóricas, persiguiéndose los unos a los otros emulando a Benny Hill. Mein Gott, adoro el humor inglés. 

¿Y cuáles son nuestras alternativas? 

Están los que votan a unos porque otros lo han hecho mal, tal y como probablemente votaron a esos otros hace ocho años, porque esos unos lo hicieron mal. Y así hasta el fin de los tiempos. 

Están los que votan por firme convicción al mismo partido al que llevan toda su vida votando. Da igual lo que hagan, ya que es “su” partido. No termino de entenderlo, tus ideales no suelen —o deben— estar representados por nadie más que tú mismo. Depositar algo tan grande como eso en una tercera persona que ni siquiera conoces me parece ridículo. 

Están los que apuestan por los partidos minoritarios, en los que hay varias opciones: minoritarios a secas o minoritarios que te cagas. Personalmente me haría mucha gracia votar al Partido Antitaurino, pero sospecho que después de abolir las corridas de toros se quedarían faltos de ideas. Claro que, según he oído, hay que dejar de fomentar el bipartidismo, regalarles nuestro apoyo únicamente para que no lo tengan otros. Esto me desconcierta. Quiero decir: siempre he pensado que la idea era votar a alguien que te representara para que… te represente. ¿Se entiende la contradicción? Y no, mis estimados, esto no es sinónimo de apoyar a esos dos de arriba porque son los únicos, sino al motivo por el cual no se los quiere apoyar. 

Están los que no votan. O bien por pereza, o bien para reivindicar algo desde sus casas, o bien porque no se sienten representados por ninguno de los múltiples partidos que hay. Tengo una relación contradictoria con esta alternativa: la entiendo, pero siempre he creído muy hipócrita quejarse de algo en lo que no se ha participado. Veo el votar como un derecho y como una obligación, respeto que no se haga pero interpreto entonces que uno no tiene ni el derecho ni la obligación de quejarse después, ya que no ha hecho nada por evitarlo. 

Pero como yo sé debatir —o pretendo saber—, adelanto que no tengo ni la menor idea de política y que, por supuesto, puedo estar equivocada. 

He dicho al principio que no quería mojarme, y es verdad. No quiero hacerlo porque sé que no está en mi poder —ni quiero que lo esté— el argumento para convencer a nadie. No tengo ni el conocimiento necesario ni la falta de ética que ello requiere. La democracia —o a lo que nosotros llamamos de tal manera— debería estar ligada al libre albedrío. Tú haz lo que quieras, que yo haré lo que crea conveniente. Y, al final, el resultado será el que dicte la mayoría —o algo así—. 

Me repatea las entrañas que traten de comprar mi voto con argumentos regurgitados y esputados de malas maneras. Enséñame, pero no me ordenes o juzgues. O hazme una buena oferta, al menos: “Eh, tía, te cambio este bocadillo de tortilla por una papeleta para IU”

Hace mucho que nadie me enseña. Pensé que en cierta plaza madrileña podría aprender, pero odio con toda mi alma las grandes concentraciones de gente, y aún más cuando en vez de soltar ideas sueltan balidos. Y me jode, porque estoy segura que ahí, además de ganado y de personas verdaderamente cansadas de una situación insostenible, había grandes soluciones. No las encontré, tal vez por no buscar, tal vez porque estaban susurradas en voz demasiado baja. Recuerdo que me pregunté, eso sí, por qué no salía de ahí un partido político. Creo recordar, por lo poco que estudié de Estructura Constitucional el año pasado, que está en manos de casi todo el mundo crear uno. 

He oído balar que la solución es que se mueran todos los políticos. Ah. Tal y como he dicho, creo que esta democracia es bastante poco democrática y, además, que el capitalismo es de todo lo malo conocido, lo menos malo —lo cual es triste—. Vale, me parece bien. Entonces ¿qué? Nadie vota. ¿Y qué hacemos luego? Abajo la monarquía. Sí, sí, ¿y qué pasa con los presidentes de una supuesta República? ¿Accedemos a pagarles un sueldo vitalicio? Golpe de Estado. Pues déjate bigote. 

No sé nada sobre casi nada —estudio Periodismo, qué queréis—, pero sí sé que hubo un tiempo en el que en cierta región se abolió el dinero. Sí, como oís. Y no dio resultado. No lo dio no solo porque el que lo hizo no debía tener las cosas muy claras, sino por la sociedad. Probablemente Orwell tuviera razón: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”

Y aquí es donde creo que reside el problema de todo esto: nosotros. Podemos ser más o menos utópicos, de derechas o de izquierdas, de encima o de debajo, podemos cambiarle el color a una bandera, salir a la calle a chillar o quejarnos porque las cosas no salen como queremos. La gente se indigna porque no está cómoda y estoy convencida de que la mayor parte de esa incomodidad no tiene que ver con los principios, sino con un sofá caro en el que sentarse a ver la televisión. Nos roban el sofá y exigimos en bandeja de plata la cabeza del ladrón, pero si nos lo devuelve, si volvemos a tener la posibilidad de comprarnos un coche, una segunda casa, un perro bonito y unas cortinas de encaje que nos obliguen a cambiar la pintura del salón… No importa. Igual nos enfurruñamos un poco, porque nos gusta enfurruñarnos. Igual nos quedan principios por los que luchar entre la sonrisilla plácida que precede a la siesta. 

El problema de los políticos ya no es solo que no nos representen, es que son como nosotros. Quieren más, de manera fanática y egoísta. Quieren poder demostrar a otros que poseen cosas que esos otros no poseen, subirse en una escalera construida con esas posesiones para mirar por encima del hombro al resto. 

No pretendo dar lecciones morales, nada más lejos. Me gustaría poder decir sin mentiros que me conformo con vivir en tres metros cuadrados, que adoro ir andando a todas partes para no contaminar, que no me seduce la publicidad y que jamás me ha apetecido despilfarrar billetitos multicolor. 

Pero no creo en ello. Soy un ser humano del montón que no se avergüenza de lo que es. Como tal, me aferro a una de las últimas cosas que aprendí: “Dios ha muerto. Parece que lo mataron los hombres”.  

30 de octubre de 2011

Monstruos bajo la cama.


Recuerda que fui tan bueno como los demás, y mejor que la mayoría.

Eso dijo Ethan Hawke a quince minutos de que “Gattaca” terminara. Eso hizo que considerara a esa película una obra maestra. Trece palabras. Diez segundos. Una mirada de resignación. 

Siempre he querido, a veces creído, ser merecedora del significado que encierra. Porque así se supone que debo ser soy yo, una algarabía de prepotencia, egocentrismo y sonrisas de medio lado esbozadas con los dientes apretados. Nunca con la boca abierta, no vaya el mundo a darse cuenta de que lo que prometían ser pensamientos de Dostoievsky —o como os apetezca transcribir ese horrible nombre— aderezados con la ironía de Oscar Wilde son, en realidad, ridículas líneas regurgitadas por Dan Brown. 

Todos tenemos una máscara. La decoramos como mejor sabemos y nos la ponemos sobre nuestra verdad cada vez que salimos a la calle. Y, cuando volvemos a casa y nadie puede vernos, cuando no tememos que dedos torcidos de uñas manchadas de mediocridad y miedo nos señalen y juzguen,  nos la quitamos. Es entonces cuando nos miramos al espejo y vemos la cruz de la moneda, la suela manchada de barro y mierda de un zapato carísimo que prometía distinción.  

Podemos acariciar el cristal y susurrarle, con el vaho como único testigo, que eso somos nosotros. 

Echo de menos a mi reflejo. Me deshice de él hace años, pensando que eran un montón de piezas inconexas que no me servían de nada. Las metí todas en una caja vieja y ajada, de esas que se guardan después debajo de la cama para acumular polvo, en la esquina dedicada al olvido y a la vergüenza. Me libré de todo lo que no me gustaba y, con los años, me quedé vacía. Fue entonces cuando cogí una hoja del primer cuaderno que encontré y empecé a escribirme a mí misma. Cuando terminé, observé mi obra: un montón de trocitos desiguales garabateados con mi letra ilegible.  Eran fragmentos de canciones, escenas de películas, frases de libros. Era la Marina de Zafón, que se llevó consigo todas las respuestas; era la sensación de no poder estar perdido cuando no se tiene adónde ir, cantado por James Hetfield; era la idea de no estar loco, sino de ir un paso por delante. Era Joan Jett, a la que no le importa su mala reputación. 

Era mentira. Pero era bonito. 

Pero, como ya he dicho, mi letra es ilegible. Casi tanto como la de Rajoy. Y ha llegado un punto en el que ya no entiendo lo que escribí en su día. Así que, tras volver al lugar en el que solo es mi dedo el que me señala y me juzga, he decidido intentarlo de nuevo. Me apoyo, como siempre, en lo que otro ha dicho: Life isn't about finding yourself. Life is about creating yourself, según George Bernard Shaw.

Mientras esbozo mi nuevo disfraz escucho “Put your lights on”, de Everlast, y me entra la risa. 

“Because there’s a monster living under my bed,
whispering in my ear.
There’s an angel with a hand on my head,
she says I’ve got nothing to fear”.

En realidad no hay ningún ángel que me haga carantoñas mientras me adultera el futuro. Pero sí que hay un monstruo bajo mi cama, rogándome que lo deje salir de esa caja llena de polvo en la que decidí meterlo. 


13 de octubre de 2011

Botella.

Tienes una botella en la mano. Acaricias con mimo la superficie del vidrio verde, tratando de captar el tacto del líquido que hay tras él. Sin siquiera mirar el nombre que reza la etiqueta, sabes que está llena de malas intenciones, de convenciones morales pisoteadas al ritmo de una música que chirría en alguna esquina de la habitación.


Y al destaparla, lo hueles. Hueles el sudor cálido que poco después te pegará el pelo a la nuca, el frío que te recorrerá la columna al despertarte a la mañana siguiente y recordar. Inhalas, y captas diversión. El momento de asueto que tiene un preso cuando le conceden sus diez minutos de paseo en el patio. Cinco metros cuadrados de libertad dentro de una cárcel con valla electrificada.


Acercas el ojo a la boca de la botella y los vapores del líquido amarillento te queman las retinas. Escuece, casi tanto como la necesidad de que comience a desfilar por tu garganta. Entonces, cuando tragas entre una media sonrisa que vaticina tragedias, te bebes también el miedo, la ansiedad, los porqués y las preguntas que los ocasionan.


No te gusta el sabor, pero aún así lo disfrutas. El ardor que te contrae el estómago, que fermenta en él la realidad durante esas pocas horas que tú consideras paradigma del libre albedrío. Comienzan las risas, carcajadas con la voz seca y las comisuras de los labios apuntando al techo, formadas por líneas invisibles de esa necesidad que te has bebido. Son ecos de sinsentidos, de terrores transformados en ironías.


El hormigueo va cuesta abajo desde tu estómago hasta tu entrepierna cuando te enamoras a la tercera copa de un desconocido. El pulso te dice que es perfecto, y la imaginación, que flota en un líquido amargo, le construye una personalidad que finges que te importa. Sabes, aunque no lo reconozcas, que esa vida que sueñas con él terminará y empezará en una cama con las sábanas sucias, manchadas a los quince minutos por la decepción que flotará en un aire aspirado a trompicones.


Sabes que después te incorporarás en un colchón ajeno a tus anhelos y te pondrás la ropa a toda prisa, tropezando con la dignidad y con el arrepentimiento. Que te desayunarás el llanto antes de volver a casa y tumbarte en tu propia cama, que ésta oscilará como si navegara sobre el patetismo y el vacío que te envuelven.


Pero, a pesar de todo, volverás a hacerlo. Reclamarás tu falsa libertad, con un grillete que va desde tu muñeca hasta esa botella que volverás a sostener en la mano, acariciando con dedos laxos su superficie. Como si quisieras captar el tacto del líquido que hay tras ella.